DEJÁ VU
Septiembre 24 de 2018:
Después de acechar su casa siento que los encuentros entre Matías y yo son más a menudo, ya no parecen ser producto de la casualidad. Cada vez que lo veo es como un Déjá vu. No voy a negar lo mucho que disfruto apreciar su humanidad en diferentes contextos cotidianos como el transporte, los sótanos, la cafetería y la biblioteca, pero tengo la corazonada de que ya no tengo necesidad de perseguirlo ni planear cuidadosamente cada encuentro. Es como si alguien más hiciera los planes por mí. Otra extraña situación son las miradas, él ya no me mira como alguien del montón, me mira como si me conociera de toda la vida; incluso, puedo jurar que esboza diminutas sonrisas pícaras. ¿Será que ya se enteró de que soy su acosadora?
En la biblioteca, en los buses, incluso en la cafetería siempre trato de sentarme en el mismo sitio. Por ejemplo, los lunes y miércoles de 1 a 2 de la tarde escucho audiolibros en el puff verde de la biblioteca; y si el verde está ocupado me hago en el naranja. Se puede decir que soy un poco mecánica en ese aspecto. Dado a estas costumbres casi instintivas, las personas que me conocen saben dónde pueden encontrarme, aunque realmente saben que prefiero estar sola.
Ayer había un frío poco usual en Cali, por eso la biblioteca estaba casi vacía, lo cual fue confortable para mí. Solo estaban los trabajadores, en las mesas había un grupo de seis estudiantes debatiendo en voz baja un proyecto y, por último, un hombre muy abrigado, con gorra, chaqueta y bufanda. Creo que, a él, el frío le afectó más que a los demás. Estaba sobre la mesa escuchando música con unos audífonos en diadema, por lo que su rostro no se veía en absoluto.
Al sentarme en el puff encendí el celular, respondí un par de mensajes y busqué el audio a reproducir. Después de unos minutos me percaté de un inusual trozo de papel amarillento. La universidad se caracteriza por sus constantes jornadas de limpieza, entonces tal papel me indicaba que fue dejado ahí recientemente. Y como la curiosidad mató al gato, yo recogí el papel. Lo macabro era el mensaje que contenía: “te veo”.
Mi cuerpo se estremeció por esas dos simples palabras, sentí un frío peor del que hacía, quizá sentí tanto frío como el hombre que hace unos minutos estaba en frente, pero ya desapareció. Era imposible ignorar esas palabras aparentemente inofensivas. “Te veo”, así como en la películas estadounidenses donde una linda porrista rubia de grandes ojos azules es acechada por un tipo que probablemente nunca ha determinado en su vida. Así me sentí: acechada. Como si yo fuera un frágil antílope y la persona que escribió tal mensaje, con una intención muy clara, fuese un temible leopardo; lo preocupante es que todos conocen el fatal desenlace de la presa.